por Ricardo Rodulfo
En notas anteriores emprendí la tarea de tomar en serio la tontería y no limitarla a una apelación descalificatoria, hasta insultante si en Buenos Aires no abundaran insultos harto más violentos, virulentos. Es que he tropezado con ella en mi propio consultorio y la he escuchado frecuentar el de otros colegas y estoy convencido de que designa una especie de patología, por lo menos para un enfoque desmedicalizado de ésta. En cierto modo, el particularmente desmedicalizado enfoque de Bocetos Psicopatológicos influyó en mí, y lo que allí se lee acerca de traumas y duelos despertó en mí la idea de conectar y poner en serie aquellos con la tontería. Otra inspiración me la brindó el interés de Winnicott por separar la normalidad social de la verdadera salud; puesto a pensar, un considerable porcentaje de aquella normalidad me tienta asimilarlo a funcionamientos en función de la tontería. La primera influencia creo depende de la respiración existencial de aquel libro, la segunda, de mi valoración de un pensamiento políticamente incorrecto. Y un tercer factor en juego fue la comprobación clínica de que un sostenido proceso de represión crónica, lejos de ser inofensivo, como lo quería Freud, y dejar las cosas intactas sólo que reprimidas, produce un atontamiento embotamiento atrofia de las potencialidades que el reprimido poseía. Y de un modo resueltamente irreversible, lo que apunta contra esa reversibilidad pretendida por Freud. Dicho en otro tono, buena parte de los considerados normales son tontos, así como también hay que considerar cómo la tontería se infiltra en otro tipo de afecciones -las neurosis en primer lugar- produciendo una patología mixta pero de peor pronóstico, ya que la tontería nunca tiene uno bueno. A veces es perceptible como en un tratamiento alguien se vuelve menos tonto, aún cuando su sintomatología neurótica o depresiva no haya disminuido. Pero también sucede al revés.
¿En qué consiste esta tontería?, ¿cómo y con qué criterios reconocerla? A grandes rasgos: atrofia en la capacidad para la diferencia (o tendencia a que todo parezca más o menos lo mismo), trastocando la hermosa proposición de Heidegger, “Lo mismo no es igual”; al tonto todo le parece demasiado igual, como que la diferencia, sus pequeños matices que procuran grandes goces, no siente que valgan la pena. Simplificación, entonces, en su manera de relacionarse y de percibir lo que le rodea o lo que experimenta. Carencia de espíritu crítico, que exige siempre gran finura para los matices. Fuerte propensión a adoptar consignas, enunciados, pensamientos (o ex pensamientos) básicos y estereotipados, banalizados por la vida social y el demasiado manoseo. Lo veremos desfilar o nos hará desfilar por cuanto chiste trajinado haya, por todos los lugares comunes y frases hechas que alguna vez fueron reflexiones, por cuanto prejuicio circule. Sus ideales del Yo serán más o menos los de una publicidad normalizante y normalizadora. Nunca exhibirá algún interés por lo que se salga de lo convencional. Ejemplo: el cine es para entretenerse (y si eso incluye un balde de pochoclo, mejor), jamás le vengan con una película problematizadora, que dé para pensar. Esto nos conduce a un punto fuerte en lo metapsicológico: escasa investidura del pensar, por lo tanto muy escaso placer en pensar. Si hace una carrera universitaria será para tener “salida laboral”, de ningún modo porque le guste estudiar y aprender algo. Está más bien bajo el signo del Se de Heidegger: lo que se dice, lo que se hace. En fin, la banalidad es su rasgo más fácilmente reconocible. En todos los campos le gustará siempre lo más convencional, lo más vulgar, lo más igual, lo más anodino. Y lo más normal, por consiguiente. Es la enfermedad de la normalidad.
Como vemos, se deduce de todo esto algo casi impracticable para el analista, dada la muy poca inclinación de alguien así para cuestionarse algo: podrá venir porque no se siente bien, esperando pronto remedio, pero su capacidad asociativa y por lo tanto interrogativa brillará por su débil resplandor. Empalma bien con las reflexiones de Sami-Ali sobre el empobrecimiento masivo de la capacidad imaginativa, que este autor liga a lo que piensa como represión global.
Es lícito pensar cómo los grandes medios masivos de comunicación favorecen la proliferación de este personaje. Asimismo podemos investigar el tipo de medio familiar que propende a generarlo, un medio donde priman los circuitos cortos (“Si está triste, le compro algo”) la tendencia a colmar con objetos materiales e inmediatos las demandas del niño, la ninguna protección frente a exposiciones que pueden alienarlo, como estar todo el día frente a lo peor de una pantalla, y en general los formatos más estereotipados de la costumbre social: por ejemplo, los niños deben ver sólo películas “de niños”, si son de animación, mejor, y nada de salirse de allí o de sacarlos conectándolos con una oferta cultural distinta, más difícil, que los presione ahí arriba, en lugar de amesetarlos. A lo que hay que agregar la “herencia”: familias tontas más fácilmente produzcan tontos. Sin embargo, y por suerte, hay muchos casos que no responden a un esquema que, tomado a la letra, sería precisamente un esquema de linealidad tonta: entonces encontramos en una consulta que viene un chico o un adolescente muchísimo más inteligente que sus papás y que les da vuelta y media.