por Ricardo Rodulfo
Si pretendemos darle al término de presente un poco de contenido más consistente que un mero tiempo de verbo convencional creo tendríamos que prestar atención al motivo de la cualidad, y en su interior al de intensidad. Siguiendo esa ruta diríamos que algo merece el nombre de presente cuando sobrepasa cierto umbral de intensidad, por debajo del cual más bien predomina una cierta indiferencia, que a mí me hace recordar lo que Winnicott llama estado de no-existencia: son momentos en que estamos allí, presentes convencionalmente hablando, pero transcurrimos no exactamente del todo vivos, subjetivamente hablando. Es muy distinto cuando, a partir de cierta experiencia de intensidad o de cierta experiencia intensa, nos sentimos intensamente presentes, intensamente allí, caso en el cual estar presentes deja de ser una mera palabra o una mera formalidad: estamos de veras allí donde estamos.
No nos habría de extrañar, después de las notas anteriores, encontrarnos en esas condiciones con la música: precisamente la música es un gran intensificador de experiencias, que a menudo funciona como una especie de catalizador o de enzima para ellas, infundiéndoles una acentuación y una carga afectiva que no todavía habían alcanzado. Por eso su función típica en tantos rituales o ceremonias donde alcanzar determinada intensidad es absolutamente necesaria. La misma danza acude en estas situaciones. Lo musical no puede faltar, aunque parezca no haber música; lo pone muchas veces la actividad imaginativa de los participantes por más que no se note demasiado, pero no olvidemos que lo musical consiste los cuerpos, consiste nuestros cuerpos, con o sin música efectiva sonando por allí. Nuestra misma voz, los acentos y ritmos que imprimimos a lo que decimos, comparece en estos casos. En las películas, siempre se le pone música a estas escenas, en la vida cotidiana esta musicalización puede transcurrir silenciosamente pero no sin estar funcionando en un subtexto.
De ese modo el presente efectivamente es.
Algunas o bastantes personas tararean algo mientras hacen cosas, o cantan bajo la ducha, cuando no se ponen auriculares. Son pequeños modos de hacer presente lo presente del instante que están viviendo, poniéndole música de acompañamiento. No olvidemos que buena parte de la música trabaja de acompañar escenas varias, contribuyendo fuertemente a su configuración, sin que nos tengamos que disponer a escucharla atentamente, lo que es otro tipo de situación. Tal función de acompañamiento hace ambiente, le hace otra capa de ambiente al ambiente, volviéndolo más facilitador, más vivible, despojándolo de toxinas persecutorias que podrían estar incrustadas en él. Como si dijéramos que, con música que acompañe, la existencia, de suyo tan a menudo pesada, se tolera y se sobrelleva mejor. Y hasta se disfruta.