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    Sobre la protección de la transicionalidad

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    • Sobre la protección de la transicionalidad

    por Ricardo Rodulfo

    Mi interés en seguir desarrollando las ideas de Winnicott me llevó con el tiempo a interesarme por la medida en que el medio familiar –así como otros- facilita o interfiere, cuando no directamente ataca, el espacio transicional del niño, algo que deberíamos considerar sagrado en la medida en que su no preservación supone una lesión grave para conducir su existencia. Con ese propósito en mente incorporé regularmente en las entrevistas con los padres una exploración de sus actitudes respecto a aquella dimensión, ausente en las tópicas freudianas. En particular he tratado de detenerme en las interferencias más sutiles y poco palpables más que en las manifestaciones más obvias y groseras, fáciles de detectar. Por ejemplo, suele encontrarse una descalificación sutil, minimalista, de cualquier producción ficcional del niño, descartada de toda cuestión concerniente a los aspectos prácticos de la vida cotidiana, algo a lo mejor bonito, pero inútil.

    En esos casos el niño es requerido a terminar con ese juego de una vez, para dedicarse a las cosas verdaderamente “serias”. Las notas en sus boletines serán algo infinitamente más importante que la calidad de sus juegos y fantasías y exploraciones informales. Hay que convenir que a los psicólogos no se los ve demasiado ocupados por este tipo de cosas, tampoco y menos a pediatras, y pocos psicoanalistas han asimilado Winnicott en profundidad, como para sacar partido de tantas ideas que generó sin llevarlas hasta su término, con lo cual los padres cuentan con poca ayuda para revalorizar lo que, a través de lo transicional, resulta nada menos que en la capacidad ficcional, una de las dimensiones más específicas y propias de nuestra especie. De lo ficcional penden y dependen tantas capacidades que tomaría su tiempo enumerarlas en detalle y yendo a la letra chica: bástenos señalar que sin ella nos sería imposible moldear míticamente la historia, sumergirnos en las obras de arte, soñar una identidad deseada y relacionarnos con ideales. También el psicoanálisis estaría en la lista de todas estas imposibilidades. Ningún chico podría imaginarse como desea ser el grande que desea ser. Ninguna mujer sería amada por encarnar en ella “la mujer ninguna” (Mallarmé). Por supuesto solo existirían sin lo ficcional más que groseras imitaciones que no alcanzarían el plano y la estatura de las identificaciones. Ni se podría depositar en un hijo el potencial de una entera familia hasta ahora insinuado, pero no plasmado plenamente. Si ya en El niño y el significante (1989) yo había planteado que el niño habita en el mito familiar como su espacio, su hábitat por excelencia, ahora se debe ampliar tal concepción para afirmar que vivimos en una dimensión ficcional que, naturalizada por el hábito, pasa o es tomada por nosotros como la “pura” realidad, realidad que no sería tal sin la coloratura y las inflexiones que la atraviesan por obra y gracia de lo ficcional. Ya empezando por nuestro apellido principal; apenas decimos “Los XX somos…”, la interpretación mítica rebasa todo capital genético concebible. Y vivimos interpretando constantemente la realidad, a tal extremo que ésta no se puede aprehender libre de todo este arder interpretativo.

    El punto que ahora quiero estudiar brevemente, extraído de muchas entrevistas con padres es de una delicadeza que es menester procurar describir con la mayor precisión posible. Aquí se trata por lo común de padres ocupados seriamente en el bienestar de sus hijos, padres del género que se suele llamar “progresista”, comprometidos en que sus hijos conozcan siempre la verdad -de una manera que terminará por resultar ingenua, precisamente por basarse en la creencia de que habría una verdad libre de interpretaciones-, ateos declarados –lo cual se matiza cuando entrevemos todo el andamiaje religioso de su pensamiento, que sólo autoriza a situarlos como laicos, no más que eso- e imbuidos de un racionalismo de fuente iluminista aún perdurable en muchas cabezas occidentales. He aquí una clave: desde este racionalismo intelectualizado procuran el ideal de una crianza sin dispositivos míticos y mitopolíticos que la gobiernen, para lo cual se esfuerzan por separar cuidadosamente realidad de ficción, concebidas como dos órdenes heterogéneos y con muy claras fronteras entre sí, convencidos ellos de que en particular nada ficcional debiera contaminar la percepción de la realidad. Entonces, cuando se enfrentan con hechos culturales muy divulgados -pensemos en Los Reyes magos- apuestan a socavar todo rastro de creencia que su hijo pudiera sustentar, para lo cual proceden más o menos así: Los Reyes magos no existen, es un cuento. Por supuesto, con todas sus buenas intenciones a cuestas, no tienen ni la menor idea del perjuicio que pueden ocasionar si el hijo no atina a defender su creencia con todas sus fuerzas, porque están disociando, disyuntando, escindiendo, el espacio real del espacio de la ficción a él integrado desde que existe cultura humana propiamente dicha. Hacen exactamente lo que Winnicott estipula firmemente que no se debe hacer, esto es, confrontar al niño presionándolo para que renuncie a creer y tomar en serio lúdicamente su vida imaginativa y la que lo rodea y envuelve por todas partes. La ficción no podría existir si no fuera tomada por no ficción: no nos emocionaría entonces una novela o una película, una niña no podría identificarse con Mafalda, volviéndose ésta más real que tantas otras niñas de carne y hueso, tampoco alguien sentiría que es hincha de tal o cual club de fútbol. Y no sería posible “exagerar la diferencia entre una mujer y otra”, según la brillante definición de George Bernard Shaw del amor y del enamoramiento. Si el juego no se vive real, si se “sabe” que es sólo y apenas un juego, jugar se degrada en una acción carente de sentido, cuando es lo ficcional precisamente lo que nos otorga sentido a lo que hacemos. Un niño no debe escuchar un cuento como que es un cuento y nada más: es esencial que logre creerlo, para que no sufra daño la delicadeza de su tejido fantasmático. Y que el juicio de realidad, desoyendo su funcionamiento binario metafísico, permanezca en suspenso por largo tiempo, hasta que la dimensión ficcional quede estabilizada. Ya llegará el día en que se descubra la existencia mítica de aquellos Reyes sin demasiada historia empírica que los legalice; para entonces el niño habrá desarrollado la capacidad para nutrirse de relatos míticos, literarios, de inmersiones poéticas que metamorfosean el espacio de todos los días, el poder de la ilusión.

    Es una suerte que el niño no esté inerme e indefenso frente a esta suave violencia que se le infringe: en efecto, cuenta con todo el poder de su capacidad de renegación, que lo protege del racionalismo que no esconde demasiado bien su raíz positivista bien occidental. Una niña apenas en edad escolar nos dice de esto: viene a sesión comentando que tuvo clase de educación sexual y etc., etc., para agregar que “Todo bien”, pero que ella sabe que los bebés se hacen comiendo algo la madre… La renegación, una operación fundamental e insustituible para la erección de toda la dimensión transicional, ahora se pone al servicio de quien necesita defenderla para seguir defendiendo no tal o cual creencia sino la capacidad misma de creer en la ficción que he abrazado y contribuido a crear. El aluvión “informativo” no puede con ella más que hasta cierto punto. Pero no por eso el medio familiar, y el social en general, tienen derecho a atacar la capacidad imaginativa del pequeño, en especial durante los primeros siete u ocho años de su vida, más o menos, año más, año menos. Y si un niño de menos edad pregunta por la realidad de tal o cual urdimbre mítica lo más aconsejable es una respuesta neutra y más bien ambigua: “Mirá, todos dicen que…”, o “Muchos dicen o creen que…”, “No sé, nadie sabe bien cómo es eso…”, respuestas que además deponen la omnipotencia con que los grandes hablamos de tantas cosas sin seguridad real y efectiva, colocándonos en una actitud de seguridad que nada de veras justifica en última instancia, por lo que nada justifica entonces dirigirse al pequeño en la posición de que todo lo sabemos con certeza total, sin enigma alguno que se mantenga en pie ante nuestra arrogancia “racionalista”, en el fondo bien irracional. Porque, además, ¿bajo qué criterios creer en papá Noel o en el ratón sería más ingenuo que creer que un gran líder o una oradora de barricada nos va a salvar y salvar el país, o que volviéndonos “veganos” vamos a ser más sanos que los que se disfrutan una buena parrillada? ¿Y por qué idolatrar al Che sería más maduro que admirar a Batman o al Hombre Araña? La fórmula “Había una vez…” abarca con la misma felicidad una u otra creencia y también nos da una salida válida del paso cuando se pone a prueba la validez empírica de un suceso relatado. Y el ensamblaje inextrincable realidad-ficción vuelve a salir airoso cuando alguien, como en un caso reciente, fabrica y recicla juguetes rotos para repartirlos entre niños pobres disfrazado de Papá Noel criollo o multiplica las apariciones del personaje en varias ciudades, como recientemente en España con miras a mantener viva la ilusión y su fuente. Este es el punto: la ficción vive, y no sólo ella vive, sino que sin su accionar la vida cultural del hombre se anemiza y pierde vigor vital. No es de ningún modo una superestructura prescindible u opcional, por el contrario, es una dimensión integrante esencial de lo que conocemos como real o como realidad. Si, como dijeron Lacan y Winnicott, cada uno por su lado, “lo real es lo imposible”, es precisamente por la existencia paradojal de lo que no existe y sin la cual la realidad no existiría en el plano humano. Lo ficcional, pues, existe, como lo muestra el caso del juguete, como lo muestran también los dioses y Dios mismo: todo lo que por él se ha realizado bastaría para no poder negarle realidad. Desde un ángulo distinto, el escritor noruego Jo Nesbo, en una breve introducción a su segunda novela, Cucarachas, nos cuenta que la misma se basa en ciertos sucesos efectivos, pero como “la realidad no es creíble”, ha preferido inventar un relato explicativo de aquellos antes que montar una suerte de crónica como historiador. Desde su punto de vista, entonces, la realidad no es más verosímil que la ficción imaginada.

    Todo esto alienta a proseguir indagando lo relativo a la creencia, todo un concepto no demasiado convincentemente tratado por el psicoanálisis pese a su gran relieve clínico y transferencial. Tengo además la impresión de que este más que un concepto –puesto que demarca toda una categoría de la experiencia personal- no es algo cómodo para los carriles y andariveles del pensamiento metafísico de Occidente, quizás por no encajar, no terminar de encajar, en las direcciones del Logos y de la Razón. De hecho, Descartes no escribió nunca credo, ergo sum. Es probable que el pensamiento chino al cual nos accede hoy con más facilitación Francois Julien constituya un mejor terreno para aprehenderla. El psicoanálisis, lamentablemente, entró en tema por el ángulo de situar la creencia como una defensa contra la angustia de castración y como una manera de neutralizar su aceptación, lo cual hubiera sido una vía de entrada potable si todo no se hubiese rápidamente centrado allí, en torno al motivo de la castración. Nada nuevo: Freud siempre se muestra apurado por concluir con aseveraciones tajantes cuando de castración se trata, no se anda con medias tintas. Pero hacer de la creencia una defensa me suena a una concepción tan estrecha que cae enseguida en lo erróneo, sin contar que dado un campo tan desmesuradamente amplio y extenso como el que cubre parece muy muy poco creíble reducir todo al solo motivo de lo fálico como premisa universal más la castración que lo acompaña. Pensemos por ejemplo en una de sus primeras manifestaciones, la confianza que el bebé adquiere hacia su entorno; es una primera forma de aquella y poco tiene que ver con defenderse de aceptar la castración. O detengámonos en esa convicción de la continuidad de nuestra vida como algo que fluye y lo seguirá haciendo, pese al asedio de la posibilidad de la muerte, siempre abierta. O mi creencia en la consistencia indestructible del amor, por más decepciones y fracasos por los que haya pasado… Estos y tantos otros asuntos no se dejan gobernar por un centro de todos los centros cual pretende ser el motivo judeo-cristiano de la castración. Ya bastaría con la creencia inamovible en la realidad de la ficción cuando cada vez experimento su peso y su alcance emocional para enteramente soltarla de todo falocentrismo, sin tener porqué negar que en ciertos casos suceda eso de renegar de un sentimiento de castración o de una percepción interpretada como una prueba de ella de la cual habría que defenderse a toda costa. Pero un caso particular entre tantos otros no es lo mismo que el caso puesto en el centro de un sistema teórico.

    El célebre asunto de las pruebas de la existencia de Dios puso bien de relieve la dificultad de fondo e insondable que el pensamiento occidental experimenta ante la creencia: está claro que son innecesarias, que funcionan en otro plano, ajeno al de la creencia; ésta no requiere demostración alguna: creo en las vicisitudes del héroe de la historia que estoy leyendo o contemplando, creo en cuánto se aman Romeo y Julieta, creo en la arquitectura de una gran sinfonía cuya atmósfera sonora me captura en su interior, haciéndome olvidar del afuera, creo en la angustia que leo en los Caprichos de Goya, creo en la juventud arrasadora que acomete un rock and roll. Puedo alegar que se trata de algo “inconsciente”, pero eso tampoco explica tanto, sobre todo la inaccesibilidad del motivo de la creencia a nuestras pautas lógicas. Y ante todo su efecto principal, que es el de tornar algo real, tan real como aquellas cosas que no parecen ponerla en juego directamente, si es que las hay, cuestión pendiente. De aquí deriva la aporía del ateo, la imposibilidad del ateísmo para instalar un fuera creencia, toda vez que no consigue salir del interior del campo en el que Dios existe en tanto ficción que abarca hasta su negación. La consecuencia es ese fondo de ingenuidad que no deja de captarse en esa posición sabelotodo del ateo cientificista, cuyo drama es no terminar de comprender que la cuestión más importante sería alcanzar el no creer en la creencia, desasirse de ella, no de tal o cual Dios o de todos los dioses posibles. Ese sería el triunfo del ateísmo, si le fuera lograble. ¿Pero cómo descreer del creer, por más que sea posible desconstruirlo?, a condición, claro, de poder creer en la desconstrucción, ya que de no ser así nada me motivaría a encararla. Pero la eventualidad cierta y concreta de poder desconstruir determinada creencia no es lo mismo, para nada, que desconstruir el creer en tanto tal, no ligado a ninguna creencia empírica en particular.

    Dos redondeos para concluir:

    • A tener en cuenta -y muy- lo indispensable de no intervenir prematuramente en tiempos de la constitución de la creencia como parte de una trilogía fundamental, que inserta en el mismo collar juego, creencia y ficción, entendidas las tres perlas como expresiones de una capacidad para las tres cosas. Modos de intervención interferidora pueden operar provocando una verdadera preclusión de esas tres dimensiones inseparables. Resultados pronosticables: un falso self hipermentalista, que puede pasar por “inteligencia” en los marcos de la sociedad y sus requerimientos convencionales, pero que connota una grave falla en la capacidad imaginativa en sus aspectos más creativos (en el sentido específico que Winnicott otorga a este motivo), sin olvidar que tal déficit prepara el terreno para patologías mayores en cuanto a violencia, adicciones y trastornos globales de la personalidad. Pero aún su consecuencia más vulgar, la instauración de una mente hiperracional a la defensiva, ya por su frecuencia una complicación nada anodina.
    • Conceder aún un párrafo suplementario a la maravilla del “Había una vez…”, válido en su ambigüedad para contar sucesos históricos como para dar cuenta de aquellos más del lado de lo mítico, siempre dentro de la relatividad que impide separar categóricamente ambos registros. Su ventaja es que quien emite esa apertura de un relato se libera de comprometerse con una dilucidación racionalista potencialmente destructora de la transicionalidad. En ese había una vez no importa si de verdad los juguetes pueden conducirse como en Toy story o no, ya que de hecho así se conducen de la mano del guionista.
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