Un chiquito de cuatro años apenas llega a sesión la encara a la analista en actitud de querer asustarla, diciéndole “¡Soy un vampiro!”. La persona que lo acompaña aclara: “Quiso venir disfrazado de vampiro”, lo que motiva el enojo del chico, que le replica “¡Yo no estoy disfrazado de vampiro! ¡Soy un vampiro!”.
Por su parte, un paciente de quince que hace diván comenta: “Yo ahora en mi casa me tengo que pelear con todos, dar portazos, armar quilombo, porque soy un adolescente. Dentro de unos años se me va a pasar”.
Ambos apelan al verbo ser -un verbo que no es uno más- para designar una identidad que el segundo se encarga de temporizar, y una identidad construida por ellos expresamente, no la que han recibido de sus familias, y en la que creen sólo sostenida por una operación renegatoria: “Ya sé que no soy eso que pretendo ser, pero igual haré como que lo soy de verdad”. Estrictamente desempeñan un papel, pero de modo tal que esto toma todos los visos de seriedad necesario. En ese sentido es mucho más que lo que rutinariamente se conoce como como si, ya que no se trata de una mascarada dirigida a un público y nada más, se implanta en ellos “en serio”, como suelen decir los chicos, pero en un en serio conducido por el juego, no por un delirio que les impidiese jugar. El de quince lo expresa más en el tono de quien cumple con un deber para el cual ha sido contratado, y algo de eso hay hoy, donde se espera, casi se demanda, que los adolescentes se comporten como tales de acuerdo con cánones de ficción de la sociedad. Por eso él habla el lenguaje del deber, el tengo que. Apelar al como si es demasiado racionalista, sólo serviría si le damos a este como si toda la fuerza de una manifestación emanada del inconsciente. E incluso así es pálido para nombrar esa resbaladiza ambigüedad que posibilita meterse tan a fondo en un personaje creyéndolo sin que eso se convierta en un delirio cosificado en que toda ambigüedad se perdería, se cristalizaría en una posición fija, inamovible. Lo que precisa qué está en juego es la capacidad conservada de entrar y salir -no siempre sin dificultad, sin una demora- del personaje asumido. No es tampoco ninguna “representación” (una noción que por el bien del psicoanálisis habría que abandonar), es una encarnación. Eso le falta al como si: cuerpo, carne, incorporación más que introyección. Tampoco un actor se sostendría desde una posición intelectual que no pasara por su cuerpo.
A lo que quiero llegar es que, a través de un juego, se vislumbra oscuramente y no tanto una dimensión donde rige la ficción, una dimensión que se ve a su través pero que es otra cosa que él. Esa dimensión ficcional también es posible entreverla, acceder a ella, a través de otras prácticas sociales -en la política, en la publicidad, en las ceremonias sociales más comunes y consolidadas- en distintas situaciones donde se pone en movimiento un accionar en el que se despliega una posición de cierta identidad, como cuando hay que abordar a otro desde un ser su maestro, o su juez, o su médico. En un hospital, son los médicos quienes deben ponerse el uniforme de vampiros. Lo mismo, claro, en los ritos de seducción y aproximación erótica.
Pero en el caso del jugar, es el medio más adecuado y donde ese elemento de ficción puede detectarse con más facilidad, con mayor luminosidad, más nítidamente. Esto, sin embargo, relativiza un poco al jugar en sí mismo, ahora estamos pensando en que lo más valioso de él no es él, es lo que deja entrever sin que se vea del todo; hay una opacidad que persiste porque si ella faltara, la dimensión ficcional, tan delicada, se desvanecería como arrebatada por el viento. Es un poco como el peligro de la luz del día para los vampiros. Pertenece al régimen de existencia de la ficción el no poder ser llevada a la engañosa lucidez de la evaluación racional, científica. Fugaz, se escapa, se elude, no es nunca del todo conceptualizable. El más penetrante actor, el más dotado para pensarla, no podría no fallar al querer dar en el blanco de una proposición organizada por el discurso universitario. Vive y sigue tan viva, época que sea la que atraviesa, en el elemento mediador de su misterio. Ese que ya se trasluce en el juego más simple, y que hace que no haya juegos simples, sino juegos sencillos: caso el del bebé que ríe cuando un rostro aparece y se tapa detrás de un paño. Eso es tan certero y enigmático ya como el que no pueda ver a Lawrence Olivier sin ver a Hamlet en él.