Por Lara Velázquez
Muchas veces nos cuesta divisar aquello que está ahí, en la superficie “lo esencial es invisible a los ojos”, diría El Principito. Estos se nos llenan de telarañas que tejen de continuo: el hábito y la costumbre. Y esto naturalizado; es aquello que se nos presenta como inexorable, lo que no se puede evitar ni modificar. Lo establecido complace y conforma.
Los hábitos dan seguridad y crean ilusión de dominio. La costumbre es fiel, dócil y nos otorga una anticipación casi perfecta, se trata de una conquista de lo esperado. Pero… ¿Poseemos hábitos o los hábitos nos poseen?
Pierre Bourdieu utiliza el término “habitus” para acentuar el poder productor (y no solo reproductor) de una conducta: el habitus es una máquina de producción de las condiciones necesarias para que algo no cambie ni pueda transformarse en otra cosa.
Así es, los seres humanos somos presos y esclavos de los hábitos que nos condicionan y determinan y estos nos vuelven ciegos e insensibles, frente a lo que va pasando en nuestras caras: la vida. De esta manera, no alcanza con saber que nos vamos a morir para hacer de cada instante un momento sublime, único y aprovechable. La costumbre da comodidad, entonces, el sujeto (sujeto a los hábitos) actúa de antemano y con un alto, fugaz y eterno automatismo psíquico (que, en términos Freudianos provocan un ahorro de energía).
“[…] Casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada […]” dice un sabio (Nietzsche).
Cuando algo comienza a inquietarnos, es muy difícil determinar qué es aquello que nos produce malestar y displacer. Lo mecánico lo tapa, y, resulta más fácil seguir actuando con una supuesta (y mentirosa) “espontaneidad”. Es por eso que, el cuerpo, cansado de soportar ciertas rutinas sin creatividad y carentes de imaginación, comienza a pedir a gritos un cambio. Lo que ocurre hoy, lamentablemente, es que las terapias de la moral proponen una “cura” rápida mediante pastillas y píldoras que nos van a calmar los dolores, y, por supuesto, callar y poner un bozal al cuerpo. Aquí es cuando aparece la tan común y conocida “somatización”, la cual es silenciada precozmente.
Lo ideal para estos casos es comenzar por replantearse las acciones diarias y el por qué nuestro cuerpo intenta comunicarnos alguna cosa. Hay algo que está haciendo ruido y hay que arrancar el problema de raíz, a trasfondo, navegando en lo más profundo de nuestros pensamientos. Hacerse una invitación a ese recorrido, para poder comprender qué nos está sucediendo, y, cómo, con esfuerzo, dedicación y objetivación, poder seguir adelante y “solucionarlo” sin tener que recurrir a la medicina tradicional.
No se trata de una curación a nivel de cicatrización, sino de una sanación recóndita y oscura, de algo que parece ajeno y extraño a nosotros. Algo enigmático, que se desliza, está por fuera de nosotros, tras los muros, pero no se trata más de una sensación, no es un enigma, sino un acertijo, pues tiene respuesta y solución, depende pura y exclusivamente de todos y cada uno de los que posean esto, de los que posean un cuerpo con megáfono, el saber traducirlo para, luego y lentamente, poder hacer algo con ello.
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Lara Velázquez: Licenciada en Psicología